martes, 22 de abril de 2008

Villazón-Uyuni


Otra vez parado frente a la frontera argentino-boliviana. Sabía que volvería a ocurrir. Esta vez, sin embargo, es diferente. No voy directo a Potosí. Quiero conocer el salar de Uyuni, el más grande del mundo. Cuentan que nada se le parece. Pero no pienso ir en micro, la vez anterior fue el peor viaje de mi vida: un viaje de 250 km. en un bus destruido, sin baño, ventanas rotas, frenos practicamente inexistentes, con sobrecarga de pasajeros, gente acomodada en los pasillos, aves, bolsas de comida, niños durmiendo bajo los asientos y petates varios. Otro dato esclarecedor de tan dramática experiencia: en enero, en Bolivia, es época de lluvia. Sumemos a eso que las rutas son de ripio y por ladera de montaña. Se asciende a los 4.300 metros de altura. En ese momento sólo priman las nubes y el frío. ¿Dios? Quién sabe si nos está mirando. A los de la camioneta volcada seguro que no. Teniendo en cuenta lo anterior, no provoca sorpresa cuando se anuncia que el viaje dura entre 10 y 12 horas. Todo depende de cuantas veces haya que bajar a empujar el micro para salir de los pozos llenos de barro.

Uyuni queda a 150 Km. de la frontera. Pero hasta allí también llega el tren, por suerte. Si los astros están alineados el viaje debe durar unas 8 horas. Olga, dueña del Hostal La Churita, asegura que el tren es muy lindo...y seguro; pero que hay que ir a sacar pasajes con anticipación y estarse bien temprano. Sale dos veces por semana desde la estación de ferrocarril de Villazón, Bolivia. El martes sale uno, hay que sacar pasajes el sábado.

Sábado 6.30 am. (Hora boliviana: 2 horas menos que en Argentina) Diez personas adelante nuestro. Estamos bien posicionados. La boletería abre a las 9, según augura un cartel. Pero ya lo decía un borracho trotamundos en "Copacabana: "…América Latina: todo es posible, nada es seguro…". Frase que me acompañaría durante todo el viaje hasta Perú, y está vez no sería la excepción. Diez de la mañana, más de cien personas haciendo fila. El boletero brilla por su ausencia. ¿La gente?, cómo si nada. Ríen, conversan, comen chicharrón, frutas, beben jugos de bolsitas. Parece que los atrasos son normales. Once de la mañana llega el boletero. El policía de la estación reparte numeritos:

-¿Cómo, soy uno de los primeros y tengo el 43?

- Hay gente que espera desde el jueves su número (explica el uniformado)

Ya es la una, pasaron veinte números y el boletero anuncia que pára para comer. Vuelve en una hora. ¿La gente?, nada. Ríen, comen y beben. Están acostumbrados. Yo no. Yo ya estoy podrido de esperar. Bruno, mi hermano, me dice que él se queda. Yo vuelvo a la Argentina a comer algo y estar con otros amigos del viaje. 14.30 llama Bruno desesperado: "…che veníte que la gente se volvió loca, se pelean entre ellos por un pasaje. Ya se me colaron como veinte y quedan pocos lugares…". Cruzo nuevamente la frontera y tomo un taxi a la estación de trenes. Desde la puerta lo veo a Bruno estampado contra la ventanilla haciéndose lugar a empujones. Ahí voy yo: aprieto, empujo, me deslizo sobre una espalda y…uno menos. Durante mi ausencia, Bruno acordó con otros dos argentinos, Ezequiel y Fernando, que también iban a Uyuni, ayudarse mutuamente para sacar pasajes. La cuenta daba justo: por numerito te daban hasta cuatro pasajes. Así que ahí estaban ellos dos también, con los brazos enganchados, formando una barrera de contención anti-colados. Empujo un poco más y estoy cerca. Le toca a Bruno, pero una familia entera se mete antes que él. Allí se fueron los últimos pasajes en clase Turista (60 Bolivianos, 29 Pesos argentinos). La gente se desespera, quieren viajar sí o sí. Están en vacaciones, muchos salen a visitar familia y el tren es el medio más económico. Ahora sí, Bruno se para frente a la ventanilla. No llego a escuchar nada, pero veo la transacción realizarse con éxito. Nos entregan un solo boleto que vale por cuatro. A los topetazos salimos de la muchedumbre que empuja en sentido contrario. Una vez fuera de la estación acordamos encontrarnos, por las dudas, dos horas antes del horario de partida: 14.30 hs. del martes. Ezequiel guarda el boleto. Vale para cuatro personas en clase Normal. 35 bolivianos cada uno.

21 de enero de 2008, son 12.30, y ya está Ezequiel esperando: pantalón de combate, pullover de Llama, gorrito a lo Piluso y mochilota. Atrás nuestro entra Fernando: hincha de Independiente; equipo de gimnasia rojo, mochila roja. Ya estamos los cuatro y encaramos a los andenes. ¿El tren?

- Viene con retraso... (anuncia entre bostezo y desesperanza, un colombiano informado).

- ¿Cuánto?

- Dicen una hora, pero…

Fueron dos horas de retraso, más una hora que se demoraron para cargar los equipajes, cajas, bolsas, jaulas, etc.

Las butacas del tren son rectas, inmovibles, de cuerina marrón, súper incómodas. Pero hay baño y no hay riesgo de desbarrancar. Suficiente para preferir el tren antes que el micro. Por cierto, es una formación bonita, azul y blanca por fuera, funciona a gasoil y levanta, con toda la furia, en contadas rectas, 45 km/h. El paisaje varía a lo largo del trayecto. Algo de montañas, algunas muy coloridas, yuyos, pocos árboles, algún que otro riacho, puna, mesetas, desiertos interminables. Cruzamos varios poblados pequeños. Sus pobladores, literalmente, salen a la puerta a ver el tren pasar. En esos pequeños pueblos no hay muchas opciones si lo que se desea es matar el tiempo. Antes de llegar a destino se realizan paradas intermedias, creo haber contado diez, dónde la gente aprovecha a bajar, comprar queso de cabra, helados, juguitos, chicharrón, empanadas, locro, caldo de gallina, pollo frito, papas, sopa de fideos, porotos, choclo, etc. Todo en bolsitas y listas para comer con los dedos. La señora sentada en la butaca contigua comía Chicharrón. No convenció a ninguno de los cuatro y optamos por pan, queso, palta, limón y sal. Agua natural para beber.

A las dos horas desde la partida aparecieron las cartas y se jugaron tres rondas de truco a 30 puntos. Eze y Bruno vs Fer y yo. Ganamos 2-1. ¿La gente?, mira atentamente el juego, casi como si supieran las reglas. Creo que el griterío que armamos les llamo aún más la atención sobre nosotros. Éramos, además, los únicos extranjeros en el vagón. Derrotado, Ezequiel intenta impresionarnos con trucos de magia. El truco sale y aplaudimos. De algunos rincones del vagón se escuchan algunos aplausos tímidos. Todos los pasajeros atentos a la próxima demostración. Ésta vez la participante será una jovencita escogida entre el público. Mira la carta, la coloca en el centro del mazo. Ezequiel mueve sus dedos en pases mágicos. La pregunta del millón:

- ¿…es ésta…? (silencio espectral)

- Si (contesta la señorita)

El tren estalla en un aplauso. Ahora, la misma gente que nos miraba con desconfianza, nos preguntan de dónde somos, hacia dónde vamos. Nos convidan gaseosa de limón y empanadas, mientras nos colman de recomendaciones valiosas. A todo esto, la noche se hizo presente. Con ella, el frío del altiplano. Para hoy pronostican 2ºC. Déjenme decirles que cala hasta los huesos. Ahí aprendimos que lo fundamental en los viajes venideros era subir al coche con la bolsa de dormir a cuestas. Toda la tripulación duerme menos nosotros. Tenemos frío y se acabó el agua para el mate. Pero son las tres y queda tan solo una hora de viaje. Intento leer pero es imposible. Ezequiel intenta llegar al baño pero se da cuenta de que eso le demandará esquivar varios bultos colocados en los pasillos, pasar por sobre varias criaturas que duermen envueltas en mantas de Aguayo. Bruno se queja y Fer pregunta la hora. En diez minutos llegamos y la gente ya se va preparando para el descenso. Chillan las ruedas. Olor a freno. La gente se agolpa en las escaleras. Todos abajo y tratando de encontrar su equipaje antes de que se lo lleve otro por “error”. Los cuatro enteros, cada cual con su mochila y con un sueño fastidioso. Solo quedan dos cosas por averiguar de aquí en adelante: qué tan impresionante es el salar de Uyuni y a dónde vamos a conseguir lugar para pasar la noche a las 4 en punto de la mañana de un miércoles en Bolivia.