Seis treinta a.eme lo encuentra a Díaz, hoy lunes, como todos los días: parado frente la ventanita diminuta que hay en la cocina, diminuta también, de su departamento en William Morris. Aunque lo ha hecho ciento de veces, duda que su cabeza pase por el huequito ese, sin embargo se anima y saca su calva al frío, luego la nariz, y con eso estamos bien. Mira a un lado y otro, de izquierda a derecha por lo general, respira profundo mientras se rasca su glúteo izquierdo y la pava hierve.
En los escasos dos metros que separan la cocina del living-dormitorio-comedor-sala de estudio, Díaz se prende el segundo pucho del día, vuelve a mirar la hora y piensa que le quedan veintinueve minutos para perder el tren, toma un sorbo largo de un café con leche aguado que apesta a edulcorante. Se sienta en el sillón de dos cuerpos y apunta con energía su control remoto al viejo aparato. Hace meses que Díaz cree que la tele y el control libran una batalla a muerte y que por más que uno trate de forzarlos a entablar nuevamente comunicación, resisten. Putea a “Philco” repetidas veces y va por su pequeña caja de herramientas. Cinta scotch. Cinta scotch. Destornillador. Destornillador. Sopletito de aire. Sopletito de aire. Doctor, ¿cree que se va a salvar? ¿No serán las pilas? No, las pilas son nuevas. Señales de vida nuevamente. La operación fue un éxito. Díaz sonríe y se siente un poco menos inútil.
Desde el inodoro, mientras lava sus dientes, asoma la cabeza por la puerta del baño y mira la tele con el frágil control en su mano izquierda, que vuelve a mirarlo, y piensa soy un capo, pero que capo soy, mientras en su cara se va dibujando una leve sonrisita que anuncia que fue el último de la mañana. Por la noche volverá al baño, quizás no al mismo, a despedir a otro amigo del interior, como le gusta decir a él.
Seis cero siete a.eme y déme ida y vuelta a Plaza, que viene con retraso. A paso lento y cortito se va arrimando al puesto de diario del tipo que le molesta que lean los diarios si no los compran. El tipo no tiene nombre, es tan solo “el tipo de los diarios”, más malo que chancho ciego. Tercer cigarro, que lo lanza desde el estribo del tren en una maniobra peligrosa y mientras voltea la cara los pastos le pegan en la nuca. Por fin ya divisa las luces de la estación y antes de que se detenga la formación, Díaz ya repiquetea por el andén. El celular le anuncia que ha perdido el presentismo y que su jefe le va a poner cara de culo. La plata perdida le genera una breve puteada. El jefe le chupa un huevo. El trabajo también.
Sube por escaleras los dos pisos y toca el B con dos timbrazos cortos, mientras con cara de nada se sienta en su box. Me mira y con un simple gesto me dice que no quiere trabajar más en este lugar de mierda, que nos tratan como esclavos, bah, que somos esclavos, negreros de mierda, por lo que nos pagan, si no me echan es porque no me quieren pagar la indemnización, ratas, son ratas y Servinet, buenos días, soy Gustavo, ¿en qué le soy útil?
Díaz era un gran vendedor, sin embargo, el call center ya había tenido su boom, y ahora caía en picada libre. En su mochila traía su almuerzo: pastel de papa, agua de su casa levemente saborizada con limón natural. Dos pesos de caramelos azules y naranjas. Eran sus colores favoritos desde tercer grado, cuando compramos las camisetas del equipo: naranja, verde y una línea bien delgada de blanco. En el `92 salimos campeón del torneo barrial y Díaz besaba su camiseta con demencial fervor. Jamás había visto a alguien besarse la camiseta así.
Un sábado de verano, cuando los primeros pelos en el cuerpo se hacían más notorios, trajo al grupo de amigos un libro. Su madre lo había comprado en
Yo había elegido seguir aquel que aseguraba amor eterno. Para hacer efectivo el hechizo había que enterrar bajo una higuera, en la tercera luna menguante, un calzoncillo con semen y un papel con requerimientos específicos. Yo puse: quiero que Lorena, mi preceptora, sea mi novia para siempre. Lorena se casó con un creativo publicitario, yo me saqué un dos en matemáticas y mi vieja me cagó a pedos una semana entera.
Díaz, Ramiro, Díaz había solicitado los servicios de la innombrable celadora de los sueños eternos. El había guardado un rencor inalienable contra “el tipo de los diarios” desde ese domingo que Gitano le meó las revistas recién descargadas, ni siquiera desempaquetadas, y el muy mal parido le pegó una patada tal en el culo que lo hizo derrapar por lo menos tres metros. Díaz lo puteó y le dijo que ya iba a venir su padre, a ver si se animaba a pegarle a él una patada. El padre nunca fue y la deuda quedó impaga. Quiero que el tipo de los diarios se muera: por pegarle a Gitano, y por mala persona y por esa vez que me pateó la pelota al otro lado del andén y porque saca a la gente que se acerca a ver las tapas de los diarios y porque es más malo que chancho ciego. Como era de esperar, el tipo de los diarios siguió abriendo el puesto a las cinco treinta a.eme, siguió diciendo Si no compran no se puede leer eeehhh, y estiraba la hache, o la e, no sé bien, pero que bronca que me daba.
El libro quedó guardado no sé dónde, y tampoco me interesa demasiado, si no vendo inmediatamente un paquete de internet, cable y teléfono, a prueba por dos meses, luego, si le gusta, son trescientos veintidós euros con cincuenta céntimos, no vivo el mes que viene. Díaz me vuelve a mirar, me hace seña de que es hora de un cigarro, le hago señas de que tengo que vender algo sino este mes me quedo corto y el se agarra los testículos en ademanes de sobala. Díaz, por favor, llega tarde, se levanta de su puesto, hace gestos obscenos ¿qué le está pasando? Acá Díaz, no es Ramiro, es Díaz y a mí se me pegó y le digo Díaz. Entonces con un gesto le digo Díaz sos un pelotudo atómico te caga a pedos el salame éste y me responde traga bala. Acordamos tomar una cerveza una vez terminada la jornada laboral.
-Una Quilmes –apuró Díaz
-Papas fritas –retrucó Gustavo
-El envido está primero –dice Díaz y se seca los bigotes
-No quiero –y encaramos para la estación
Para ir al trabajo me resulta más cómodo tomar el colectivo que pasa por la esquina de casa. Para volver mejor el tren, menos gente, más rápido. Bajamos en la estación William Morris y lo vimos al odioso tipo de los diarios, acomodando nuevamente las revistas, mientras tarareaba un tema de Pocho “La pantera”, o de Cacho Castaña, no sé, no llegué a escuchar bien, de todos modos da igual, todo lo que el tipo hiciese lo aborrecía de tal manera que, cada vez que lo veía, se me endurecía el estómago y trataba de hacer algo, pero sin que pareciese a propósito, como para tener un motivo y volver a mandarlo, como tantas veces, a la puta madre que lo re mil parió. Sin embargo Díaz lo odiaba peor que yo, peor que nadie. El tipo de los diarios era su enemigo público número uno. Una vez le escribió a las dos y cuarto de la mañana, en el puesto azul, con aerosol plateado, “…El diarero se la come, el guarda se la da…” y abajo bien grande, “…Manisero…”. A las seis pasó Díaz, miró como si fuese una novedad y se rió por lo bajo, pero lo suficientemente cerca del tipo como para que lo escuche. El tipo le lanzó una monumental e incompresible puteada y levantó el puño como reforzando lo que decía. Díaz lo apuntó con su dedo índice mientras una visceral carcajada hacía despertar, por fin, al “negro”, el perro sordo de la estación, lleno de garrapatas y principio de sarna. Desde ese día la reconciliación había pasado al plano de la ciencia ficción y en silencio, cada uno por su lado, aseguró a los antepasados, sobrevivir al otro cueste lo que cueste, sea como sea.
Bajamos del tren, Díaz primero, una señora y luego yo. La señora era un tanto mayor y tenía problemas para flexionar las rodillas de tal modo que bajar sea un tanto más rápido que el apareamiento de una babosa. Sin embargo, desde el estribo del tren pude ver que el tipo de los diarios le decía algo a Díaz y que éste se acercaba y le respondía, con más vehemencia y el tipo que le acerca la cara y Díaz que se acerca más, casi al punto de tocar sus narices y el tipo revolea las manotas y Díaz se las baja y el tipo hace gestos de a mí no me toca nadie y lo empuja a Díaz quien cae de espaldas por las escaleras. Le grito pedazo de mierda y bajo corriendo a ver a Díaz que yacía tirado en la vereda formando una figura muy graciosa con su cuerpo magullado. Estaba inconsciente y la sangre le brotaba por boca, nariz y oídos, mientras que algunos espasmos nerviosos sacudían su cuerpo ante los ojos expectantes de los gorriones del parque. Llamé a emergencias y me dijeron que tardarían cinco minutos que fueron siete. Una señora lloriqueaba y las hojas se amontonaban en alrededor del cuerpo, ahora inerte, de Díaz. Sin dejar de mirarlo, subí las escaleras y el tipo de los diarios estaba parado, imperturbable, sobre el lado izquierdo del puestito. El olor a chorizo quemado cruzaba las vías y penetraba en la nariz. Pensé en comer algo y en que Díaz me había regalado un autito a fricción de su colección cuando teníamos siete. El tipo miraba para ambos lados y silbaba la misma canción de todos los días, creo que es de Cacho, y me cruza la vista y me echa una sonrisa de lado. Bajé con total celeridad, casi ceremoniosamente, al andén lleno de latas, colillas de cigarro y papeles. Miré fijamente al tipo quién ahora observa inquieto y con los brazos a los costados listo para saltar en cuanto la situación lo requiriese. Con un solo movimiento ininterrumpido agarré una piedra de las vías, apunté al bulto que formaban tipo, puesto de diarios y teléfono semipúblico y descargué el proyectil con incomprensible culpa. El tipo intentó salir corriendo hacia la izquierda con tanta mala suerte que lo único que hizo es ir al encuentro de la piedra que le revienta los lentes en mil pedazos, mientras cae al piso y la sangre no aparece por ningún lado. El golpe fue preciso y la muerte lo recogió en ese mismo instante. Su muerte no fue tan dolorosa como hubiese querido Díaz, que murió ese mismo día, pero dos minutos después que el tipo de los diarios.