sábado, 3 de mayo de 2008

Un hombre

(Muestra itinerante "La palabra sublevada", sobre la vida y la obra de Rodolfo Walsh)


Un rostro, gigante como su dueño mismo; lentes cuadraditos, negros; detrás de ellos un par de ojos me miran, me preguntan, me dicen, me increpan. No puedo sostener la mirada, no lo soporto, me voy. A paso lento avanzo hacia otro sector de la muestra por entre los paneles que forman un laberinto de imágenes y palabras sublevadas. Otra foto. Esta llama particularmente mi atención y me detengo. Más bien, me deja detener. Ésta vez, esos ojos no me miran, no me increpan, no me hacen sentir vergüenza y me quedo un rato. Están clavados en el agua, mientras en su boca un LM se consume para siempre. Parece un lugar de descanso. El tipo no lo siente de esa manera. Está pensando, analizando, revisando, puteando. ¿A quién? A todos: a vos, a mí, a ellos, a él mismo. Planea cómo usará “su” arma esta vez, contra quién, cuándo y por qué razón. Hace tiempo ha decidido no callarse, a alzar la voz de los acallados, a ser fiel a su “compromiso de dar testimonio en momentos difíciles”. Un compromiso que suena hoy a utopía, digna de un héroe. No de película. Un héroe de carne y hueso que jamás pretendió ser tratado como tal, que luchó hasta el final con su arma predilecta, la máquina de escribir, y con la otra, que llego por añadidura, como complemento de la otra, la más letal. No es posible pensar a Rodolfo Walsh sin sus armas. Porque con y por ellas vivió; porque con y por ellas murió. Tratando siempre de alejarse del supuesto “periodismo objetivista”, afrontando la vida a partir de sus ideales, sintiendo como propias todas las aberraciones, las injusticias, en fin, la época. Una foto del “Che” me hace recordar una frase que le calza a ambos. Frase que retomaba Guevara de los labios de otro héroe, José Martí: “todo hombre verdadero debe sentir en la mejilla el golpe dado a cualquier mejilla de hombre”, a la que el “Che” agregaba: “esa es la cualidad más linda de un revolucionario”. A su modo, en épocas diferentes, pero en momentos semejantes, Walsh hizo carne la frase y embistió con toda la furia de su corazón a esos hombres que solo dedican su tiempo a la brutalidad, a la imbecilidad, a la no-razón, al odio, a la codicia, al desamor. Cómo no pensar entonces en las similitudes entre Guevara y Walsh, ambos revolucionarios cabales. Los dos fueron guiados por esa frase; sus actos, sus palabras, tomaron esa senda, definitiva, incorregible, inextirpable. Así, Guevara se sube a un yate, toma un arma y se interna en la selva subtropical de la Sierra Maestra; Walsh se pone sus lentes, observa, piensa, toma su arma y descarga sus municiones contra el enemigo del hombre, de la vida. Lucha en otra selva: la urbana, de cemento y hierro, de humo y noche, de explosiones y silencio. El sueño es compartido, el final también. Las últimas balas retumban en la selva boliviana así como en San Cristóbal. Es el aguante, es el odio y el amor, es la vida y la muerte. Lo que sigue es historia conocida.

Doblo una esquinita del interminable laberinto y choco con una conocida que me pregunta: “¿qué es esto?”. Solo atino a responder: “una kermés”, y sigo, ahora un poco más triste, más cabizbajo, más desesperanzado. Veo el arma y me arrimo con cuidado. Es verdosa. ¿Será ésta?, quién sabe, qué importa. Importan sí las descargas realizadas con la misma y la profundidad de la herida ocasionada por ellas. Una voz de entre los paneles dice: “uh, Operación masacre, que embole, lo leí para el ingreso”. Apreté la birome y seguí caminando tratando de no cruzar esa voz nuevamente. Las ganas de lanzar una monumental puteada invadieron mi cuerpo en ese momento, pero el ámbito institucional calló ese sentimiento. Hoy sigo avergonzado por esa decisión; pienso en la cara de Walsh, del “Che”, de Masetti, de Martí, y pido perdón nuevamente, no solo por mí, por ella también, que es solo una víctima de la cual las palabras brotan como forzadas por una fuerza superior que nos conduce por caminos sin alumbrado. ¿Será el terror?

Una sensación, un sentimiento, me queda de la muestra: vergüenza. Vergüenza por tener que acudir a una exposición para acercase a Walsh; vergüenza por el desinterés, por la desinformación y por el silencio; vergüenza por los oradores que presentaron la muestra. Pero más que nada siento vergüenza, compartida con Walsh, por estar sentado detrás de una máquina, escribiendo sobre una simple muestra, mientras en la puerta de mi casa un pibe es encarcelado por fumar un porro; mientras a dos cuadras el dealer cuenta sus billetes; mientras Juan, el ciruja de la estación de Villa Dominico le come las garrapatas a su perro; mientras un policía manguea en el almacén jamón y queso a cambio de protección; mientras en la villa miseria de acá a cuatro cuadras beben agua del riachuelo; mientras el campo desabastece al país por no poder ganar algunos millones más; mientras las patotas sindicales frotan sus manos y esperan un llamado; mientras en la tele están dando “Bailando por un sueño”; mientras mi mascota se lame las pelotas y yo lo miro desahuciado.

miércoles, 30 de abril de 2008

"La lengua de Satán"

El despertador sonó, como todas las mañanas, a las nueve en punto. Rutina matutina, café y música. Como de costumbre, con el primer cigarro se abren las cortinas. Pero ese día el Sol no estaba. Una inmensa nube de humo espeso abrazaba la ciudad en todas direcciones. Adjudiqué el fenómeno, en un primer momento, a neblinas otoñales. Sin embargo, los diversos medios anunciaban otra cosa: en el área del delta del Paraná, cercana a la zona de Tigre, se realizaba la quema de pastizales (método más económico de preparación del suelo para el cultivo, pero no el más seguro y controlable) de la que habrían participado dos trabajadores de la zona. A las pocas horas, el fuego se hizo incontenible. El viento extasiaba las llamas, que vomitaban un humo denso y grisáceo que penetraba dolorosamente en nariz y ojos. Las consecuencias de la quema, fueron múltiples: daño ambiental, problemas de salud y muerte en las carreteras por baja visibilidad. Varias rutas tuvieron que ser cerradas, como la 9, la 12 y la 14. Asimismo la Comisión Nacional Reguladora del Transporte (CNRT) impedía la salida de micros desde la terminal de ómnibus de Retiro. Mientras tanto, Vialidad Nacional, recomendaba rutas alternativas y organizaba operativos de tránsito asistido en las rutas perjudicadas. Los valores de monóxido de carbono en el aire ascendieron de 1.1 ppm a 2.4 ppm, según especialistas, siendo 35 ppm el máximo tolerable. De todos modos la vida continuaba. Aunque ciertamente alterada por el nuevo fenómeno que tuvo, durante 15 días, a gran parte de la población de Buenos Aires, Entre Ríos y Uruguay en vilo. A partir de aquí todo dependería del humor de los vientos y las lluvias.

Los días que transcurrieron desde el inicio del fuego y, más precisamente, desde que el humo se hizo presente en las calles, provocaron en la gente un estado de ánimo singular. Hubo quienes supieron tomarlo con relativo humor. Aunque la mayoría de la gente, sin embargo, se sintió molesta e invadida por el humo. Ya no eran dueños de sus vidas, sus tiempos; si es que alguna vez lo fueron. La sensación colectiva se contagiaba y el sensacionalismo mediático provocaba en la gente una especie de temor fabulantástico. Definitivamente, el humo, había afectado directamente nuestras vidas. Los automóviles no podían utilizar las rutas y autopistas. Miles de empleados perdieron sus premios por presentísmo. Especialistas declararon daños ecológicos irreparables. Las consultas por problemas respiratorios encabezaban las listas de los hospitales. Los accidentes automovilísticos dejaron un saldo de 15 personas muertas y un centenar de heridos. La situación había alcanzado el grado de “tragedia”.

Habían pasado siete días de sostenida lucha por detener las llamas, que llegaron a abarcar 70.000 hectáreas. El descenso de los vientos había permitido controlar los focos hasta llevarlos a su extinción. Finalmente las rutas reabrieron sus caminos al tránsito. La gente ya no usaba barbijos. No había choques en cadena. Y el sol salía nuevamente a la mañana. La imaginación ya no jugaba con estar en las calles de Londres esperando una nueva misión, pero por lo menos volvía a reconocer, incluso a distancias razonables, a la gente, que a pesar de no ser tan emocionante, en verdad, es menos peligroso.

Se sucedieron tres días en los cuales, a simple vista, todo había vuelto a la normalidad. Pero aquéllas brasas en el delta aún no estaban muertas. Bajo tierra, las raíces mantenían la chispa oculta. La lluvia no llegó esa semana. El viento sí. Y con éste el fuego; el humo y el mal olor; los barbijos y la tos. Otra vez las caras largas y las puteadas, esta vez bien lanzadas, a los cuatro vientos. Nuevas rutas cerradas y más accidentes fatales. Las viejas del barrio bautizaron a la catástrofe “La lengua de Satán”, tema de conversación obligado en el almacén. No faltó, por supuesto, quién aprovechó el desconcierto para echar culpa al gobierno y adjudicar el humo a una estrategia para desviar las miradas del conflicto agrario: “…es una movida política para hacer que la gente odie al campo…”, lanzaba, con tono de puntero barrial, Quique, ante la chusma atenta de la despensa “Mica”. Don Sebastián, a punta de bastón, lo increpaba al grito de “…fueron los putos oligarcas…”, mientras las viejas se llevaban las manos a sus encremadas mejillas.

Pasaron quince días y la situación fue mejorando lentamente. Quique y Don Sebastián seguían discutiendo, pero ya nadie les prestaba atención. El cese de los vientos y algunas lluvias menores, favorecieron en su labor a las dotaciones de bomberos que trabajaban en las zonas afectadas. La situación, aparentemente, había sido controlada. Era el momento de actuar rápido, de no dejar respirar al fuego que, a pesar del retroceso, seguía vivo. Finalmente, “La lengua de Satán”, fue puesta bajo control. Si bien quedaron algunos pequeños focos encendidos, el humo, finalmente se retiró de las calles y las rutas, de los pulmones y de los ojos. Ahora es momento de medir las consecuencias de tan irresponsable práctica y sancionar a sus responsables, que no precisamente son quienes obedecen órdenes de patrones que jamás se ensuciarían sus camisas haciendo un “fueguito”. Me pregunto que clase de pena le cabe a quienes ordenaron la quema de pastizales sin previo conocimiento de los factores que puedan hacer de una inofensiva, práctica y económica manera de limpiar los suelos, un problema de alcance nacional e internacional, con perjuicios en el presente y daños a futuro. Quizás la respuesta no está en el castigo, sino, más bien, en la prevención.