El despertador sonó, como todas las mañanas, a las nueve en punto. Rutina matutina, café y música. Como de costumbre, con el primer cigarro se abren las cortinas. Pero ese día el Sol no estaba. Una inmensa nube de humo espeso abrazaba la ciudad en todas direcciones. Adjudiqué el fenómeno, en un primer momento, a neblinas otoñales. Sin embargo, los diversos medios anunciaban otra cosa: en el área del delta del Paraná, cercana a la zona de Tigre, se realizaba la quema de pastizales (método más económico de preparación del suelo para el cultivo, pero no el más seguro y controlable) de la que habrían participado dos trabajadores de la zona. A las pocas horas, el fuego se hizo incontenible. El viento extasiaba las llamas, que vomitaban un humo denso y grisáceo que penetraba dolorosamente en nariz y ojos. Las consecuencias de la quema, fueron múltiples: daño ambiental, problemas de salud y muerte en las carreteras por baja visibilidad. Varias rutas tuvieron que ser cerradas, como la 9, la 12 y la 14. Asimismo
Los días que transcurrieron desde el inicio del fuego y, más precisamente, desde que el humo se hizo presente en las calles, provocaron en la gente un estado de ánimo singular. Hubo quienes supieron tomarlo con relativo humor. Aunque la mayoría de la gente, sin embargo, se sintió molesta e invadida por el humo. Ya no eran dueños de sus vidas, sus tiempos; si es que alguna vez lo fueron. La sensación colectiva se contagiaba y el sensacionalismo mediático provocaba en la gente una especie de temor fabulantástico. Definitivamente, el humo, había afectado directamente nuestras vidas. Los automóviles no podían utilizar las rutas y autopistas. Miles de empleados perdieron sus premios por presentísmo. Especialistas declararon daños ecológicos irreparables. Las consultas por problemas respiratorios encabezaban las listas de los hospitales. Los accidentes automovilísticos dejaron un saldo de 15 personas muertas y un centenar de heridos. La situación había alcanzado el grado de “tragedia”.
Habían pasado siete días de sostenida lucha por detener las llamas, que llegaron a abarcar
Se sucedieron tres días en los cuales, a simple vista, todo había vuelto a la normalidad. Pero aquéllas brasas en el delta aún no estaban muertas. Bajo tierra, las raíces mantenían la chispa oculta. La lluvia no llegó esa semana. El viento sí. Y con éste el fuego; el humo y el mal olor; los barbijos y la tos. Otra vez las caras largas y las puteadas, esta vez bien lanzadas, a los cuatro vientos. Nuevas rutas cerradas y más accidentes fatales. Las viejas del barrio bautizaron a la catástrofe “La lengua de Satán”, tema de conversación obligado en el almacén. No faltó, por supuesto, quién aprovechó el desconcierto para echar culpa al gobierno y adjudicar el humo a una estrategia para desviar las miradas del conflicto agrario: “…es una movida política para hacer que la gente odie al campo…”, lanzaba, con tono de puntero barrial, Quique, ante la chusma atenta de la despensa “Mica”. Don Sebastián, a punta de bastón, lo increpaba al grito de “…fueron los putos oligarcas…”, mientras las viejas se llevaban las manos a sus encremadas mejillas.
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