lunes, 25 de mayo de 2009
El cenicero
Caminaba dando groseros círculos a la mesa ratona del living, sin perder de vista el cenicero que tantas veces lo había hecho peregrinar por las noches. Esa noche lo miraba con más recelo que nunca, aunque en realidad, no sabía bien porqué. Sin embargo, pretendía tener una excusa firme, inexorable, aunque falaz, que lo hacía odiar cada vez más al pequeño recipiente de porcelana o masilla, para el caso, daba lo mismo. Cuando iba por la vuelta número trescientos veintidós se le ocurrió que el inmóvil y frío recipiente de cenizas se las traía contra su persona y que solo era cuestión de tiempo para que se eche sobre sus hombros y le clave una filosa daga de plata sobre su mugriento y verdoso cuello. Para la cuatrocientos doce, le preguntaba sobre sus macabras intenciones que, cuidadosamente, había ido dilucidando entre la vuelta número trescientos cincuenta y cuatro y la cuatrocientos once. Miraba el cenicero, bebía de su vaso rajado por los años y la imprudencia de los hielos del whisky y la televisión anunciaba una nueva muerte violenta. La vuelta quinientos lo encontró aturdido pero de pie, gritando sin estribos y caminando más rápido que nunca. En la quinientos veinte no aguanto más y retó a duelo al inmundo cenicero. Ante la insonoridad de la previsible respuesta salió despavorido hacia su cuarto y sin dejar de mirar por la puerta metió su mano en el cajón de la ropa íntima. Sacó su pistola y se dirigió tembloroso al living, donde lo esperaba ese vil pedazo de piedra alisada y trabajada y pintada y vendida en un todo por dos pesos de los años 90. Dio una nueva vuelta y su pulso fue tomando ánimo. El sudor corría ligero por las vetas grises del pullover y el cenicero ya no lucia tan amenazante. Podía sentir el miedo a un kilómetro de distancia. Existencias ínfimas, diminutas; inexplicables. Un primero tiro y el eco pareció gritar un nombre. El segundo fue un tanto más confuso. Los otros cinco fueron graciosos: el cenicero se revolcaba como nunca, brincaba por los aires como una langosta enamorada, sufría como una persona mientras su blanca sangre iba dejando los rastros de una noche violenta en el gran conurbano. Nuevamente la brutalidad se había apoderado del hombre quién al darse cuenta de su error, de su terrible e imperdonable error, reservó su última bala para sus cabellos azulados, previa nota de las causas del horror para la sedienta audiencia del noticiero de las nueve.
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