Rondaría los cincuenta y siete años y los cuarenta y uno de fiebre. Sin embargo, se mantenía de pie y balbuceaba palabrotas mientras iba en busca de un añejo de 16. Se quejaba apenas, pero solo con el primero trago, ese que le hacía arder un poco la laringe. Luego se olvidaba del ahora refrescante dolor y volvía a sentarse al inodoro, tal como lo había hecho durante las últimas sesenta y siete horas. Abajo, en el patio, todavía temblaban las chapas por la tormenta que acababa de pasar. El viento seguía pronunciando su nombre mientras se alejaba y los sifones del pasillo ya no tintineaban de alegría al sentirse nuevamente afectados por algo. Cada tanto se incorporaba y miraba su rostro en el único pedazo de espejo sano que quedaba y creía estar muerto una vez más, pero el instrumento inigualable del afilador lo devolvían a la paciente espera de aquel baño sucio de Sarandí o Dominico, depende de quién contase la historia.
Se juntaba el tabaco de entre las uñas y con el papel higiénico armaba su ultima tuca de cigarro. Cada tanto alguien pasaba por la puerta y miraba por la mirilla, esperando encontrar al monstruo, hasta que una voz ronca bajaba corriendo por las escaleras, cruzaba el comedor y hacía temblar la cadena del cerrojo interno. Sin casi tocar las baldosas viejas y aún húmedas del barrio de Avellaneda, los pendejos volaban a la plaza y contaban a las niñas sus proezas a cambio de besitos y toqueteos.
La abuela nunca creyó en el cielo; pero sí creía en el diablo. Decía que lo había visto años atrás caminando por su sala, con una pipa de madera cuarteada y pantuflas de cuero sintético. El señor la miró y le cruzó la cara con una fusta, mientras la radio daba las seis y media y ya no había tiempo para pedir ayuda. Cayó redonda sobre la alfombra escarlata y la suela del diablo acusaba un cuarenta y cinco de cuero duro y reseco.
Esa fue su última aparición. Mamá nunca habla del diablo, dice que no puede hablar de alguien que no conoce. Yo sé que miente, en ocasiones lo hace, estoy seguro. El otro día la escuché diciendo a través de la reja que no éramos creyentes y sin embargo en la heladera está pegada la imagen de San Sebastián, el protector de las cosas sin sentido, pero que tantas veces nos dio lo que deseábamos. A veces, cuando la pava hierve mucho, mamá tiembla de horror y grita, y mi hermano mayor corre a apagar la hornalla antes que pase lo que pasó hace dos años. Entonces, mientras ella se calma y vuelve a planchar otro rato, yo me pongo a hacer la tarea, como todas las tardes, sobre la mesa verde que está en el quincho, allá donde duerme el perro que se lame las pelotas y yo lo miro desahuciado.
miércoles, 17 de junio de 2009
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