¡Que bello espectáculo el que despliegan los seres humanos a la hora de la seducción! Es digno de ver cómo, tanto hombres como mujeres, dedican largas horas del día en idear una extensa y puntillosa gama de artimañas, que ponen luego, y en todo momento, al servicio del amor. Pasan su vida buscando incansablemente, casi desesperados, a esa otra persona que complemente su ser y dé sentido de unidad absoluta al individuo. Sienten en lo más profundo de sí que algo vital les falta, que no están completos si no tienen a su lado alguien a quién amar. Ese sentimiento no es, de ninguna manera, infundado; mucho menos casual.
Hace millones de años, hombres y mujeres, carecían de diferenciación sexual. Eran uno. Asexuados. Fueron estos los seres más perfectos que caminaron sobre la faz de la tierra. Poseían la fuerza y el temple del sexo masculino; la sensibilidad y el coraje del femenino. La astucia y decisión que caracteriza a ambos.
Los incesantes elogios de los dioses crearon en estos seres una idea acerca de si mismos de características plenamente narcisistas, de una soberbia voraz y de una arrogancia y altivez insoportable. Se sabían seres inmejorables, acabados con las técnicas más exquisitas del arte. Así, se creyeron en condiciones de disputarle a sus creadores el paraíso terrenal y hasta el reino divino. Pero subestimaron la fuerza y la paciencia de las poderosas deidades. Fue así que los supremos, ofendidos y ofuscados por semejante oprobio, se reunieron en lo más alto del monte Zión a debatir cuál sería el castigo para esa especie tan desagradecida.
Acordaron seccionar a cada espécimen en dos unidades. A cada una de las partes le colocaron un órgano sexual distinto, pero complementario. Y, para que la desdicha fuera mayor, mezclaron por el mundo entero a las partes resultantes. No conformes aun, dividieron al planeta en continentes y éstos, a su vez, en países. Todo para complicar el rencuentro de las porciones.
Desde entonces los dioses se divierten con los humanos; juegan con ellos, los confunden, les generan falsas esperanzas, les hacen creer haber encontrado a su amor, al verdadero amor. Pero los pobres se dan cuenta pronto que tal cosa no fue más que una ingrata ilusión. Otros, muchos, desisten, al poco tiempo, de la búsqueda. Algunos rastrean en nichos impensados, producto de la desesperación; Edipo fue el caso mas conocido; claro ejemplo del grado de exasperación al que se somete el ser humano. Solo unos pocos afortunados logran dar con su par. La gran mayoría deambula entre amoríos de estación.
Pero la incontrastable benevolencia de las deidades pudo más y cedieron a los hombres la oportunidad de continuar su búsqueda luego de su desaparición física de la tierra. Les regalaron una vida post-mortem, destinada pura y exclusivamente a vagar por los salones del purgatorio, para ver si allí, con menos restricciones e impedimentos, logran ubicar su mitad original. Muchos lo logran. El resto se va al cielo.
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