La primera palabra que aprendí a decir fue “perro”. ¿Qué otra cosa iba a decir?, si nací y crecí rodeado de perros, veinte para ser preciso, todos ellos callejeros. También compartíamos la casa con cinco gatos, cuatro hamsters, una tortuga albina, y quién sabe cuantos pájaros. Ocurre que mi hermana es veterinaria, y por ese entonces, realizaba sus prácticas en la casa. Además siempre tuvo una gran debilidad por los bichos; diría que los ama más que a nosotros. Les fabrica sus ropitas, les cocina sus comidas favoritas y hasta les festeja los cumpleaños. Por suerte nuestra casa era grande y el parque ocupaba una porción importante de la manzana en la que vivíamos. Pero eran demasiados los animales y no se los podía controlar a todos.
Cada día recibíamos nuevas quejas de la vecindad: “…que el perro no para de ladrar…”, o “…que el gato me arruina la membrana…”, y cuando no “…que el loro putea a mi suegra…”, etc., etc., etc. El odio era generalizado, y se prolongaba por entre las manzanas circundantes gracias a los rumores de la chusma.
Cierto día mi hermana Brunilda nos presentó al nuevo integrante de la familia. Se llamaba Pasteur (sí, es una fanática), y era una pequeña lagartija que vivía solo para comer cuanta cosa se le cruzara en el camino, sin hacer discriminaciones de ningún tipo. Todo para él era un alimento en potencia. Uno a uno se fue comiendo a los pájaros; luego a Dora, la tortuga; a unos cuantos perros y a los gatos, aunque estos le costaron un poco mas; los hamsters morían del infarto cuando se acercaba a la pecera (fueron los únicos que no perecieron en las fauces del insaciable animal); se comió el dedo de papá y hasta el juego de cubiertos de plata de mamá.
Al poco tiempo, el pequeño reptil pegó el estirón, y la simpática lagartija era ahora un cocodrilo australiano de siete metros, y casi una tonelada de peso. En poco menos de cuatro meses el grupo familiar había quedado reducido a mamá, papá sin piernas y un solo brazo, Brunilda y dos perros. Y no solo el grupo familiar había mermado, también el barrio tuvo sus víctimas, a saber: el lechero, el cartero, don Anselmo, dos basureros y doña Tita. La mala fama que teníamos en la ciudad, se justificaba ahora por haber descubierto todo el mundo la presencia de un cocodrilo en nuestra casa.
Lo que quedaba de familia tuvo que suspender cualquier incursión en el parque ¡Era muy riesgoso!, pues ya era parte de sus dominios. Al poco tiempo, en un descuido, Pasteur había tomado el porchito, y en otro el jardín de invierno. Nos turnábamos en las noches la vigilancia, casi no dormíamos para controlar al cocodrilo, pero éste era demasiado astuto, y grande, y feroz.
Así fue que con el tiempo, poco a poco, el inmenso reptil fue ganando terreno en la casa; y se devoró la cocina; a los días el baño y los cuartos. Decidimos tomar lo poco que nos quedaba y mudarnos a la casa del árbol; era muy precaria, pero segura al menos. Desde allí pudimos ver como el animal se comía las casas vecinas, a los niños, a los autos. Hasta el pavimento se comió.
Pero el colmo fue cuando se engulló la iglesia, eso fue demasiado. Era intolerable que ni siquiera tuviese respeto por el Creador, por “su” creador. En ese momento, la familia en conjunto, luego de un gran debate, decidió actuar; se optó por la solución más salvaje, bestial y cruenta posible. Tuvo algunas oposiciones, pues significaría caer en los excesos de la bestia irracional, pero a veces no queda otra salida y se debe actuar con frialdad. Con manos temblorosas, en una noche, previamente acordada, a la luz de
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